quarta-feira, 5 de dezembro de 2012

una luz encendida

Vivía frente a nosotros, en una vieja casona de galería que había heredado de su única hermana. Se había trasladado allí hacía unos años, después de que su salud se resintiese, tras un par de infartos. Hasta entonces residía en un antigüo almacén de las minas del Ponticu, habilitado por él mismo como vivienda. Tenía allí un pequeño huerto y algunos animales, dos o tres ovejas, gallinas, conejos y un mastín enorme y bonachón que se llamaba Trole. Había sido el último trabajador de la explotación hullera, tras el cierre del pozo, era también el más viejo de todos y por eso los patrones habían tenido el detalle de contratarlo como guarda de los terrenos y las instalaciones abandonadas. Luego los patrones se desentiendieron de su propiedad y él se quedó allí, sin que nadie se acordase de él. Acondicionó un almacén de madera para convertirlo en su hogar y sembró berzas, patatas, nabos, todo lo que le vino en gana, en aquella tierra que durante décadas sólo había conocido el húmedo peso de la cisca de carbón y la huella de los tacos de las madreñas de los mineros que entraban en la caña del pozo todos los días, a lo largo de tres turnos.

Era amigo de mi padre y muchas tardes de verano nos acercábamos a visitar a Olegario, al regreso de una de nuestras excursiones por el monte. Mientras mi padre y él charlaban de sus cosas yo jugaba con Trole o cumplía con alguna misión importante que Olegario me encomendase, como buscar por toda la finca y recoger en un cesto de mimbre los huevos que habían puesto las gallinas y que podían estar en cualquier parte. Algunas tardes el antiguo vigilante de la mina abandonada me entretenía retándome a formar los trabalenguas más ingeniosos que se me ocurriesen a partir de una palabra rara que él me proponía: “valetudinario”, “agrimensor”, “perendengue”. Otras nos deleitaba con su habilidad para realizar asombrosos trucos de magia que había aprendido (como mi abuelo Estrada) en tiempos difíciles en los que nadie le daba trabajo como minero y se había visto impelido a ganarse la vida como viajante de los productos más diversos por toda España. Mi padre, que era hombre de sonrisa fácil, aunque no tanto de carcajada, disfrutaba casi tanto como yo con aquellos pases de ilusionismo, riéndose a mandíbula batiente y propinándome codazos de entusiasta complicidad igual que si fuese otro niño.

Años más tarde, cuando coincidimos como vecinos, al mudarse Olegario a la casa que le había dejado en herencia su única hermana, me apenaba encontrármelo por la calle, las escasas ocasiones en que dejaba su refugio de la galería para salir, tan viejo y atrofiado, con aquella mirada triste y apagada como el rescoldo de un pitillo, tan distinta a la chispa maliciosa y divertida que asomaba en sus ojos tiempo atrás, proponiéndome un trabalenguas para la palabra “leguleyo” o ejecutando uno de sus deslumbrantes números de magia.
Por la noche, desde mi cuarto, se veía el brillo mortecino de una bombilla alumbrando en una ventana de su galería, encendida hasta altas horas. En las noches de verano, a veces, me llegaba el rumor lejano de su aparato de diario en la ventana entreabierta, casi ya como un murmullo del otro mundo.
Recuerdo el día de su muerte. Mi padre ayudó a los empleados de la funeraria a sacar el féretro hasta el coche que le había de conducir a su último refugio. No tenía familia. Su casa, junto a todo el edificio de galerías en el que había sido su último morador, la derribaron a las pocas semanas de su fallecimiento para construir un bloque de pisos.

La primera noche en que me asomé a la terraza de mi cuarto para contemplar con pena la galería de Olegario, ahora ya sin él, un estremecimiento mil veces más poderoso que el de la helada, que estaba cayendo, me recorrió el cuerpo. En el último ventanal de la galería, donde se vislumbraba todas las noches el brillo mortecino de una bombilla, la luz estaba encendida. Por un instante pensé que todo era fruto de una ilusión óptica, de la costumbre aún prendida en la memoria, por haber visto durante más de diez años aquella luz. Me restregué los ojos. La galería de Olegario seguía encendida.

A la mañana siguiente, tras un sueño agitado en el que no conseguía apartar de la mente la visión de aquella luz y todos los recuerdos que conservaba de mi viejo amigo, tuve el valor de asomarme de nuevo al balcón. El ventanal de Olegario seguía iluminado.

Ese día, cuando volví del colegio a comer en casa, oí a mis padres comentar, aquello que no podía ser ningún secreto en un pueblo pequeño como el nuestro. Por lo visto, no había sido yo el único en ver la luz encendida en casa de Olegario, numerosos vecinos nuestros también la habían notado. Con las prisas y sin ningún familiar que se hiciese cargo de la vivienda, los funerarios o el servicio médico que había acudido la madugada anterior a atender a Olegario, tras llamarles él mismo por teléfono, no se percataron de apagar aquella luz que él todas las noches dejaba encendida.

La explicación del misterio alivió mi angustia, ese nudo en el corazón que me oprimía desde la noche pasada. Seguía triste por la repentina marcha de nuestro viejo amigo. Me animé discurriendo que aquella bombilla sin apagar, más que el descuido de los últimos que estuvieron junto a él, se trataba de un truco final de magia con el que Olegario había querido despedirse, un truco con mensaje sólo descifrable para unos pocos cómplices: su memoria podía seguir viva en la de esos contados amigos mientras no se les apagase aquella luz, pequeña y sutil, que él, con fervor o miedo, todas las noches dejaba encendida.

2 comentários:

  1. Qué buena historia!! Me gustó mucho. Quizás sea así, el mensaje de alguien que quiso que lo recordaran a través de esa luz encendida (pero sólo para aquellos que lo cuidaban a la distancia). Le dejo un saludo desde Buenos Aires.

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  2. Qué buena historia!! Me gustó mucho. Quizás sea así, el mensaje de alguien que quiso que lo recordaran a través de esa luz encendida (pero sólo para aquellos que lo cuidaban a la distancia). Le dejo un saludo desde Buenos Aires.

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