quarta-feira, 19 de dezembro de 2012

un charco de oro

Caminaba sin rumbo fijo una de esas tardes húmedas y pesadas de Xixón en las que el alma parece caérsele a uno a los pies y que la lleva arrastrando por la calle como el cordón desanudado de un zapato.

Aún no había llegado el invierno y deambulaba uno por ese interregno lluvioso y sacudido por ráfagas de un viento calentón de las postrimerías otoñales que algunos denominan, por estas latitudes atlánticas: la estación de los suicidas. Contra el tópico extendido de que ciertos espíritus desesperados se quitan la vida en noches de frío vendaval y luna llena, yo siempre vi más propio que lo hicieran en tardes como estas, de plomiza humedad, en horas propicias a cualquier rutina doméstica: cuando los padres y las madres recogen a sus críos de las academias de idiomas y todavía se ve por las calles a gente corriente con prisa, cargando con sus bolsas de la compra.

Alimentaba a ese yo que siempre va con uno con pensamientos de esta naturaleza desde tempranas horas del día y para darle el remate a mi ya bien maltrecho estado de ánimo, en menos de media hora me había visto en el centro de dos sucesos, no sé hasta qué punto aleatorios, bastante desagradables: a la vuelta de una esquina en las inmediaciones de Begoña un bando de estorninos me había bombardeado con sus excrementos, evacuados al unísono, como al parecer lo hacen todo estas aves de vuelo colectivo, y al poco tiempo, una abuela que transportaba con inusitada energía a sus nietos gemelos en un carricoche de dimensiones similares a los de una limusina, me había atropellado con toda su mala intención al percibir que no estaba uno dispuesto a cederle el paso por el hueco de unos andamios instalados en medio de la acera. No sólo me había atropellado de forma bruta y deliberada, poniendo en riesgo la integridad de los bebés, también se permitió insultarme cuando yo intenté que se disculpara por su incívica conducta llamándome, nada menos que “sinvergüenza” y lo que más me dolió, porque nunca nadie me lo había llamado nunca hasta entonces y menos alguien cuarenta años más viejo que yo: “amargado de la vida”. No acostumbro faltar al respeto a la gente mayor y en situaciones conflictivas como la que acababa de vivir, si el otro es persona de edad, suelo dejarlo correr, porque es lo que me enseñaron en casa. En esta ocasión me sacó tanto de mis casillas aquella maldita abuela que no pude evitar caer en el intercambio de insultos: le llamé “faltosa” y “gamberra”.

En esas andaba uno, transitando calles mojadas y turbias del reflejo cansado del día que estaba a punto de morir entre sombras vacilantes y los malos pensamientos que llevaba a la espalda ese que siempre va conmigo. De pensar en los suicidas de la estación más propicia a sus últimos deseos había llegado a fantasear acerca de los instintos criminales que lleva dormidos en su interior hasta la más beatífica de las criaturas humanas. Me venían en tropel ideas como aquella, no recuerdo si de Desmond Morris o de Cioran, de que conviene especificar que no descendemos del mono, sin más, sinó de un mono asesino, las imágenes del preludio de “2001 Odisea en el Espacio” de Kubrick, mezcladas con otras de “La Naranja Mecánica”. Si alguien en esos momentos me hubiese parado en la calle para preguntarme cualquier cosa, dónde quedaba tal sitio o por la hora, no sé si no habría salido de mi rincón más oscuro y recóndito el mono asesino o al menos el mono aullador terrorífico.

Caminaba así por el centro de Xixón aquella tarde plomiza y de tan mala facha, cuando de pronto sentí, intentando sobreponerse al ruido del tráfico y a la sirena de una ambulancia, el sonido de un violín. En el estado de desasosiego en el que me encontraba, al principio lo tomé por una especie de alucinación sonora, si así puede decirse de lo que imaginamos oír. Luego, me fui acercando al lugar del que partía aquella música, cada vez más real cuanto más próxima. Y vi al violinista. Un hombre de edad indefinible vestido con uno de esos trajes grises y ajados que usaba la gente de pueblo hasta hace no demasiados años los días de fiesta. Reconocí la pieza que estaba interpretando con auténtico virtuosismo. Era la Partita nº 2 en re menor para violín solo de J.S. Bach. La tenía bien fresca en la memoria porque justo unos días antes me había bajado de Internet las seis Sonatas y Partitas para violín solo que Bach compuso hacia 1720, en sus días como maestro de capilla en Köthen, interpretadas por el gran músico belga Arthur Grumiaux. Y justo cuando cesaban los últimos acordes de la Giga para dar paso a la maravillosa Ciaccona, que concluye esta pieza, juro por lo más sagrado que vi convertirse el asfalto humedecido de uno de los cruces más impersonales de la ciudad en un auténtico charco de oro.

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