terça-feira, 18 de dezembro de 2012

perdido




Una vez concluído mi trabajo en aquella pequeña ciudad de provincias, me retiré al hotel para ducharme y cenar algo ligero en la misma cafetería del establecimiento. Luego salí a dar una vuelta por la zona antigua, con la intención de perdeme por su laberinto de callejuelas intrincadas, aprovechando la agradable temperatura de la noche, y tomarme una copa por el camino en cualquier bar que encontrase abierto.

Rodeé una hermosa colegiata de estilo mudéjar, admirando el brillo escarlata de sus ladrillos centenarios y el capricho elocuente de las torrecillas y pináculos. Tras ella, una placa de reciente instalación anunciaba la entrada en la antigua judería. Me perdí por sus rúas estrechas y empedradas, subí y bajé por el entramado de aquel barrio de casitas con fachada de cal y balcones de rejas o galerías azulejadas. Pasé ante el portalón blasonado de un edificio de gruesos muros de piedra, donde otra placa similar a la primera señalaba que allí había estado la sinagoga de aquellos sefarditas que transitaban hace no tantos siglos por estas mismas calles recitando versículos de la Torá o haciendo mentalmente las cuentas de sus diversos negocios. Recordé esos nombres de las que fueron un día, por barrios como éste, hermosas damas judías y que tanto maravillaban a don Álvaro Cunqueiro: doña Sol, doña Sombra, doña Sorprendida.

Al final, en uno de los recovecos de la antigua judería, un neón torcido y “ferruñosu” (como decimos en mi tierra) con la palabra Aqualung iluminando la noche en un callejón sin salida, me animó a meterme en el antro a tomar esa copa que me venía apeteciendo después del sandwich mixto de la cena. Dentro, unos tipos de aspecto patibulario que jugaban en un billar americano situado justo a la entrada me dirigieron una torva mirada a modo de saludo. La oscuridad era total allí y apenas un vago resplandor mortecino de velas de esas que se ponen en las iglesias y a los muertos el primer día de noviembre, ayudaba a guiarse por las tinieblas del local sin fastidiar el menisco chocando con la arista de la media docena de mesas rústicas de madera que componían el mobiliario principal del bar o con el trasero de cualquier parroquiano, emboscado en las sombras y apenas perceptible por el diminuto esplendor del cigarrillo encendido o el porro que llevase en la mano, a modo de esos cirios que dicen llevan, para alumbrarse en las brumas del más allá, las almas en pena.

Tras sortear los diversos obstáculos de aquel mar de tinieblas logré distinguir la superficie horizontal de la barra y al otro lado de ella a una mujer, de edad indefinida, en cuyo rostro, a la penumbra de una vela funeral de aquellas, se percibía que alguna vez había sido joven, aunque no, seguramente, muy atractiva. Llevaba un piercing con forma de cruz invertida en su nariz, corva y ligeramente torcida hacia la derecha y en la fachada delantera de la boca brillaban por su ausencia ambos incisivos superiores. Una luenga melena de medio lado, en la que ya peinaba más de dos canas, le cubría parte del rostro, dándole un aspecto aún más feroz. Unos siglos atrás, pensó uno, seguramente la habrían acusado de hechicera sólo por la facha. A mi, sin embargo, me dedicó una sonrisa tan generosa que, de no ser por los dientes ausentes y en otras circunstancias, tal vez me resultara simpática. Bajó el volúmen de los decibelios del equipo de música en el que un viejo tema de AZDC intentaba derrumbar las paredes del recóndito local, para preguntarme qué iba a tomar. Agradecí con un leve asentimiento de cabeza la cortesía y visto lo visto, de perdido al río, le pedí un whisky doble con una piedra de hielo. La odalisca señaló con unas uñas tan largas como su nariz y pintadas de un color que me pareció violeta, la fila, no muy extensa, de botellas que tenía tras de sí.

- Me da igual -contesté, sin mirar-, cualquiera estará bien con tal de que no sea DYC.

La mención negativa del brebaje destilado en Segovia movió a los patibularios del chapolín a dirigir nuevamente hacia mi sus miradas poco amistosas. En correspondencia, en lugar de mirarlos desafiándoles a demostrarme que el llamado whisky DYC -incluído el que se presenta como envejecido durante ocho años en barricas de roble- pueda ser bebida digerible por cualquier estómago que no sea de titanio, volví mi rostro hacia ellos con expresión de esfinge o de estátua, concentrando toda la energía de mi rostro en mantener las gafas crispadas de ferocidad, como había visto hacer más de una vez en televisión al escritor Francisco Umbral.

Sin relajar por un momento aquella pose a lo Umbral, que me parecía la más correcta para alejar de cualquier tentativa impertinente a las fieras, me fui bajando el whisky doble, entre cigarrillo y cigarrillo, hasta que en el fondo del vaso sólo quedó la esquirla aguada del hielo. Era el momento de pagar y largarme o de pedir otra copa. Me sentía a gusto allí, Tras los machacones AZDC habían sonado los Kinks y ahora, no sé si por cumplir con un rito ineludible al nombre del bar, se escuchaba íntegro el disco “Aqualung” de Jehtro Tull.

Terminé mi segundo whisky casi a la vez que el último acorde de la banda de Ian Anderson. Pagué y salí del tugurio, sin fijarme apenas en si los tipos patibularios del billar seguían jugando su partida. Tenía la sensación de que se me ha había ido el tiempo tontamente en el bar y al otro día me esperaba una intensa jornada de trabajo a más de doscientos kilómetros de aquel lugar.

Reconocí las vetustas rúas del barrio judío por las que me había ido perdiendo hasta llegar al “Aqualung”, seguí durante unos cuantos recovecos por donde me iba guiando el sentido de la orientación y llegué a una plazoleta, que me resultaba absolutamente desconocida. De ella partían media docena de callejuelas y lo cierto es que no sabía por cuál de ellas podría continuar el camino de regreso al hotel. Opté por la que me parecía más amplia y iluminada. La recorrí entera hasta una nueva encrucijada en la que se vislumbraban otras tantas salidas, como en la plazuela anterior. Me adentré por una de ellas, en esta ocasión, dejándome llevar por el azar. Callejeé así, prácticamente a ciegas, durante más de una hora sin conseguir hallar la ruta que me habría de llevar al hotel, en la parte nueva de la ciudad. Me parecía increíble que en un lugar tan pequeño hubiese sido capaz de estar andando más de una hora sin lograr salir del casco antiguo. Seguramente debía de estar dando vueltas en círculo por aquellas intrincadas callejuelas del laberinto. En todo el trayecto no encontré un sólo bar abierto, ni un sólo tugurio similar a aquel donde había entrado a tomar un par de copas, tampoco me había topado con un alma a quién preguntar. Me estaba empezando a poner nervioso. Recordé, con amargo humor, aquel deseo que me había llevado a dejar el hotel, para perderme por la pequeña ciudad de provincias y ahora tenía la desoladora impresión de que, realmente, me había perdido.

Encendí un cigarrillo, con el deseo de que la nicotina me ayudase a reflexionar o por lo menos a tranquilizarme para intentar ver la manera de salir del laberinto. En ese momento apareció una sombra tambaleante frente a mi. Por la torpeza de sus movimientos y su errática forma de desplazarse, de un lado al otro, de la callejuela, se notaba que el aparecido no debía estar en su mejor estado de sobriedad. Aún así me precipité a preguntarle por la calle y del nombre del hotel. El borracho intentó fijar su atención en lo que le decía. Soltó una carcajada, se dobló sobre sus propios riñones en una contorsión tan arriesgada que le costó volver a enderezarse.

- Usted, perdone -farfulló, intentando abrazarme-, yo es que no soy de aquí ...

Me desembaracé del borracho con un arranque que casi fue violento. Seguí callejeando, callejeé por aquel maldito barrio durante horas, toda la noche, sin conseguir salir de él. Cuando comenzaba a clarear el día, agotado y desesperado me senté en el pretil de una vieja iglesia. Miré hacia lo alto. Reconocí en el hilo dorado del sol que madrugba aquellas torrecillas y pináculos, los ladrillos escarlata de la colegiata de estilo mudéjar que había dejado atrás para adentrarme en la antigua judería. Me incorporé aliviado. Desde allí se veían las primeras calles de la ciudad nueva. Pronto reconocí el camino al hotel. Entré por la cafetería, al ver que ya estaba abierta y miré el reloj. Pasaban cinco minutos de la hora en la que había puesto la alarma para despertarme. Pedí un café doble de desayuno con un sandwich mixto, igual al que me había servido de cena. Luego subí a mi habitación a lavarme los dientes y recoger el equipaje. Me esperaba una larga jornada de trabajo a doscientos kilómetros de allí y una noche, casi tan lejana, en otro hotel de ciudad de provincias, en el que, estaba seguro, iba a dormir a pierna suelta, por lo menos hasta que sonase la alarma del despertador.




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