quarta-feira, 20 de fevereiro de 2013

Bayas

Los temporales del invierno convierten el Playón de Bayas en un inusitado Rastro. Basta darse un paseo a lo largo de este arenal de más de cuatro kilómetros de largo una mañana de tregua entre galerna y galerna para sorprenderse de la heteróclita capacidad de rapiña del mar: a los troncos, palos, cañas de bambú, ramas, árboles enteros arrancados de raíz, habituales en cualquier playa del litoral atlántico, hay que sumar aquí: botas de pescador, playeros, zapatillas de felpa, zapatos de tacón, calcetines, restos de chubasqueros, muñecos desmembrados, pelotas deshinchadas, castañas, avellanas, manzanas, mandarinas y limones de las Mariñas, bolígrafos ahogados, latas de conserva, botellas sin mensaje y botellines y botellones de plástico, redes, anzuelos, bollas, amarras, neumáticos, calderos, palanganas, vacinillas, tapas de retrete, llaves oxidadas, tenedores, cuchillos, cucharas, tazas y tazones, un cuerno, la piel de un carnero, el cascabel de un gato, más botas de pescador, zapatos, playeros, sandalias del verano, molduras de gafas, cojines despanzurriados, dos alfombras, un reloj barato no sumergible, varios cedés, un manillar de bicicleta, un pedal, una tabla calafateada con un mordisco en el nombre de barco: “La Virgen Blan...”, más botellas, botellines, botellones, un caballo de juguete sin cabeza, un Niño Jesús de bazar chino, una vela de Difuntos...

En Bayas la sorpresa no es nunca lo inesperado. Cada vez que vuelvo sé que me voy a encontrar con algo que no veo todos los días cuando paseo por la Playa de San Lorenzo o por las calles de Xixón. La última vez vimos a un jinete entrenándose con un caballo de carreras a lo largo del Sablón. Otra vez a un huraño hombrecillo que estaba construyendo una cabaña con tablas y troncos dejados por la marea en una cueva de la zona que en verano frecuentan los nudista. El año pasado nos topamos con un jabalí hozando entre restos de pescado que al percatarse de nuestra presencia, primero hizo ademán de enfrentarse con nosotros y luego se lo pensó mejor y huyó por entre las dunas hacia el monte a una velocidad endiablada.

Los espectáculos habituales, además del que ofrecen los surfistas con valor para afrontar las formidables olas del Playón, son los aviones que despegan, casi al alcance de la mano, desde el cercano Aeropuerto de Santiago del Monte, y los individuos varones, de toda laya, edad y condición, que frecuentan las dunas de Bayas para practicar eso que en inglés universal los solitarios amigos de aventuras eróticas esporádicas conocen por “cruising” y por lo que uno ha podido comprobar, como involuntario espectador, con cierta propensión al exhibicionismo. Otros espectáculos de la naturaleza que se pueden contemplar en este lugar único de la costa asturiana son las competiciones entre bandadas de cuervos y gaviotas por los depojos de proteínas que la marea depositó en la playa: una especie de ajedrez salvaje, en el que negras y blancas, en lugar de combatir con las armas de la inteligencia, lo hacen con la fuerza bruta, a ver quién ahuyenta a quién a base de bravatas o picotazos si aquellas no son suficientes.

A veces es posible ver a un “ferre” (el aguilucho del país) elevándose sobre las dunas con una culebra en el pico, como en el emblema de la República de México. O a los cormoranes que se lanzan, con el mismo ímpetu que los surfistas, bajo las olas para emerger victoriosos veinte metros mar adelante.

Por el horizonte de Bayas pasan barcos camino de los cercanos puertos de Avilés y de El Musel de Xixón o que siguen su ruta más allá, rumbo a las costas de Galicia o del Golfo de Vizcaya, tal vez para cruzar el Atlántico hacia el oeste de América, hacia África, al sur, o hacia las riberas del norte de Europa. Uno mira ese horizonte que va desde el cabo Vidiu de Cuideiru hasta el islote de la Deva, donde concluye el Playón, sigue con la vista el avance de esos buques lejanos y como alguien de otros siglos percibe que la tierra es redonda y tan extensa como profundo es el mar y el secreto que se esconde en el corazón de cualquier ser humano, su capacidad para soñar y para decepcionarse de sus propios sueños.

Paseo una vez más entre el botín incomensurable que dejaron los últimos temporales en el Sablón de Bayas y me vienen cercanos (Cadavéu está a unas pocas millas costa adelante) los versos del primer poeta que escribió en lengua asturiana con ambición literaria, el Padre Galo. Casi se cumple el siglo de esos versos trazados en uno de sus retornos al Cadavéu natal: “Solu voi pula ribeira/pensatible ya embrocáu/ comu quien achalgas busca/ del sou barcu naugrafáu.//Nu menudu sable lhientu/ cai un choru amargador/ ya unas llárimas salgadas/ chora'l mar marmurador.//Probe, probe del qu'al mundu/ s'esficiou no mar infiel/ ya'l consuelu busca en baldre/ pal dolor que más-lly duel”: Voy solo por la ribera/ pensativo y cabizbajo/ como quien tesoros busca/ de su barco naufragado.// En la arena menuda y húmeda/ cae un llanto amargo/ y unas lágrimas saladas/ llora el mar murmurando.// Pobre, pobre a quien la vida/ se le hundió en el mar infiel/ y el consuelo busca en vano/ para el dolor que más duele.


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