quarta-feira, 28 de novembro de 2012

La serenidad de Sócrates

Había nacido en una aldea perdida allá en lo alto del puerto, entre montañas imponentes y majadas de un verdor que deslumbraba al mirarlo, por eso nunca le gustó la Naturaleza. Sin embargo, después de recuperarse del segundo infarto, los mé
dicos le habían recomendado un cambio radical en sus costumbres de vida, que incluía, además de la prohibición de fumar, beber y comer algunas de las cosas que más le gustaban, hacer deporte moderadamente. Y cómo nunca había practicado ningún deporte ni moderada ni excesivamente le rogó al cardiólogo que él mismo le sugiriese alguna actividad acorde con el estado de su principal órgano vital.

- ¿Le gustan las setas? En su nuevo régimen alimenticio le van como anillo al dedo, eso sí, preparadas a la plancha con sólo una gota de aceite de oliva. Puede usted ir a buscar setas por el monte. El mundo de las setas es apasionante. Siga mi consejo y acabará usted convirtiéndose en un experto de la micología.

A falta de mejor sugerencia había seguido el consejo del cardiólogo y después de dos años saliendo a buscar setas se había convertido, en efecto, en todo un experto micólogo.

Lo que no acababa de llevar del todo bien era la prohibición de fumar, tomar alcohol o bebidas con gas, alimentos ricos en grasas, nada de picantes ni de sal. La vida así, a veces le parecía una porquería. Ni siquiera le quedaba el consuelo del sexo, el cóctel de pastillas que estaba obligado a tomar todos los días para evitar un nuevo infarto le había provocado impotencia y las otras pastillas, las que le habían recetado para combatir la depresión por todos estos sinsabores, contribuían aún más a la inhibición de su ya precario deseo sexual. Como consecuencia de ello su mujer había buscado un amante y finalmente le había abandonado. Una vida así, cada vez le parecía menos digna de ser vivida.
Le quedaban las setas, el apasionante mundo de la micología y el moderado deporte de pasear por los bosques recolectando ejemplares de las más diversas especies.

Una tarde se encontró con una colonia de extraordinarios ejemplares de Amanita Muscaria. Recogió algo así como kilo y medio de ellas. De vuelta a casa se dispuso a comérselas una a una. Como le parecieran muy secas preparó una sartén con abundante aceite y añadió a las setas, dos chorizos y unos cien gramos de tocino que su mujer había dejado en la nevera cuando lo abandonó, lo sazonó abundantemente, especiándolo con unas generosas cucharadas de pimentón picante. Mientras lo cocinaba encendió un imponente puro que había comprado el día en el que dejó de fumar. Y como no encontró vino ni cerveza ni nada parecido regó su último convite con la vida con un botella entera de gaseosa, que fue degustando trago a trago con la misma serenidad que Sócrates al apurar su cicuta.

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